La chica parecía un chico, el chico parecía un niño adolescente. Se habían prestado un arrumaco en la cola del supermercado, porque era cinco de enero y los dos trabajaban en la tele y la gente los miraba. En general, se sentían observados. No en este supermercado, en concreto, pues, al igual que en Vietnam, los que habían podido, se habían mudado a otros barrios con más
glam. Aquí crecía más bien el
under-glam, y aunque
Urinario-man había pensado que se podría ganar la vida como manager de personajes de barrio para la telebasura, los propios personajes, conscientes de sus posibilidades, se habían sentido famosos de antemano, dilapidando su futuro anterior en tascas y cafetines. Y como los bares tipo paco, manolo o ramón los habían ido comprando los bangla a golpe de bolsa de basura (llena de billetes nuevos, eso sí), los auténticos personajes de barrio hibernaban en el sofá de casa frente al televisor, una media de diez horas diarias, con la esperanza de que alguien llamara a la puerta (las llamadas al teléfono fijo eran escasas o inexistentes). La pareja que estaba a punto de pagar su transacción se sentía feliz, se buscaban las manos en la cola del super, y él se ofreció para caminar hasta la entrada, y echar un vistazo al mapa con las marcas de la zona de reparto. El chico era guionista, porque consideraba que se ligaba más y el
facebook se te llenaba antes de caras guapas y risueñas. Era como completar la colección de cromos de futbol, sólo que aquí las estrellas eran infinitas tendentes a infinito. Una cara guapa conectada a otra cara que conoce a otra cara…Y asi, en fin, hasta el día del estallido final, en el que un pedo galáctico y ultrasónico destruyera el llamado espacio de la conectividad y redujera la nada absoluta a un trozo de algo. Ella, una cara recién lavada, especie de ser andrógino, guapo, eso sí, mezcla del primer
David Bowie y una
Linda Evangelista veinteañera, iba a dejarle a él. Con pena, porque él la había introducido en el mundillo, con sus contactos, y le había escrito muchas de las mejores frases que ella, guapo, excesivamente fascinante, nunca tendría necesidad de inventar. El lo sabía, porque era guionista, malo, pero su nombre aparecía en los títulos de crédito. Y como los dos se movían en el terreno de lo previsible y lo anodino, las sorpresas estaban calculadas. Entonces él, para sentirse superior, le había comprado un roscón de reyes, y en lugar de la figurita escondida, había introducido un soldado con una pancarta enroscada en la bayoneta:
la felicidad es un revólver ardiente. Que la había copiado de los Beatles, vale, pero para algo era guionista, malo, pero copiando era muy bueno. Todo para que ella, al morder la pieza, se sorprendiera, porque él amaba su cara de falsa alegría, porque pensaba que cualquier manifestación de un sentimiento de ella, le pertenecía en exclusiva, por el simple hecho de que hacían la compra juntos, se buscaban las manos o la cintura mientras esperaban su turno o él, de una manera espontánea y premeditada a la vez, cruzaba el vestíbulo hasta el mapa con las zonas de reparto marcadas. Y aun tuvo la osadía de interesarse en el nombre de las calles, llevándose el índice a la montura de las gafas, sí, de pasta negra. Mientras ella, sóla, con su mejor sonrisa preparada, le comentó a la cajera:
-Es muy importante que la compra la traigan esta tarde. Porque hay congelados…
Y mañana ya iba a ser un poco tarde.